¿Bobos o Vivos?

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Durante las últimas semanas hemos estado sometidos a una indiscriminada exposición de noticias de actos de corrupción, en los que se encuentran involucrados prominentes funcionarios públicos. Y ante nuestros ojos, los imputados se fugan al extranjero, se deslizan por los tejados o se declaran locos.

El fenómeno no es nuevo, y no es exclusivo de la burocracia: Al finalizar el pasado siglo la corrupción en el Sistema Financiero destapó una cloaca que puso de manifiesto la profundidad de las operaciones y la poderosa red de individuos vinculados social y empresarialmente.

Y si retrocedemos un poco más en el tiempo, encontramos hechos similares que concluyeron en convulsión social.

Lo concreto es que la corrupción es un tema cotidiano, que se practica en todo nivel, tiempo y lugar. Por (casi) todos, y sin pudor alguno; de modo que quien esté libre de culpa que lance la primera piedra.

La corrupción tiene carácter sistémico, y es transversal a cualquier jerarquía social. Se configura como un extendido modus vivendi de toda clase de ciudadanos: desde el pordiosero hasta el ministro.

Cultural y socialmente nuestro comportamiento ha sido condicionado para no reclamar derechos (mediante la exaltación de aquellas virtudes como la humildad, la pobreza y la caridad); ni para exigir puntualidad, lealtad, veracidad, transparencia, atención eficiente o un trato equitativo. Nos aterroriza confrontar. Preferimos ignorar, dejar pasar o suplicar: «No sea malito»…

Históricamente, hemos padecido de un sustancial desequilibrio o asimetría de poder entre el ciudadano y quien ejerce “la autoridad”. Lo que conduce a la búsqueda de soluciones que aunque pueden ser riesgosas o ilegítimas, facilitan la consecución del objetivo, por ello se prefiere “pagar peaje”, negociar, aceitar, o encontrar un amigo influyente con la “palanca” precisa.

¿Podríamos afirmar que la generalizada condición de corruptos se encuentra en nuestro ADN? ¿Es producto de nuestra educación y herencia cultural? ¿O son actos condicionados por valores?

Me inclino -sin disponer de pruebas- a descartar el ADN y quedarme con los últimos.

Exhibo entonces la tesis de que esto sucede porque dentro de nuestra clerical jerarquía de valores, hemos elevado a categoría de virtudes precisamente aquellos anti-valores que legitiman y fomentan la corrupción sistémica, y que se sintetizan en un simple concepto que transformado en acción se lo practica a diario:

 LA VIVEZA CRIOLLA

“La viveza criolla” es una festiva actitud cotidiana y permanente ante la vida. Se trata de ejecutar, exaltar y alabar aquellas acciones que proveen de ventajas individuales sin costo aparente; pero que sin embargo provocan perjuicios a terceros, a la convivencia, y a la propia estructura social: desde “colarse” en la fila de espera, hasta falsear la declaración de impuestos; pasando por el soborno al guardia, copiar en un examen, exhibir un título falso o palanquearse un contrato.

Algunos eruditos opinan que el origen de esta práctica se encuentra en una burlesca reacción del pueblo indígena y mestizo al colonialismo español, como una local respuesta al ajeno y lejano sistema de Leyes de Indias y Reales Audiencias. Respuesta que se sintetiza en el aforismo “se acata pero no se cumple”, y que funciona como “excepción moral” en lo cotidiano. El héroe colonial era el sujeto capaz de burlar a la corona.

Lo interesante y contradictorio, es que dicha ancestral práctica se mantuvo luego de la independencia, cuando la burlada ya no fue la corona española, sino la república y su gobierno. Y es que para la población aludida, la república significó simplemente un cambio de amo. Casi dos siglos después, dicha práctica persiste, pero se ha ampliado a todos los estratos sociales.

“La viveza criolla” es un comportamiento que se manifiesta localmente. Basta con observar la transformación del viajero cuando llega al aeropuerto. Por arte de magia se produce una metamorfosis que anula la cortesía y el respeto a las reglas. Y salen a flote las personalidades reprimidas que conocemos de sobra: el sapo, el sabido, el que atropella, el importante, el que exige tratamiento especial, el pariente del Alcalde, etc.

Paradójicamente, en lugar de condenarlo socialmente, a aquel que practica la “viveza criolla” se le transforma en sujeto de admiración pública. Divulgamos en detalle como el “vivo” logró superar la dificultad, o como se enriqueció engañando, estafando o intimidando;  y se eleva a categoría de héroe a quien tiene la sagacidad para burlar a las personas,  las reglas y al sistema, sin que sus actos ilegítimos tengan consecuencia alguna.

Estos anti-valores, falazmente transformados en virtudes, se transmiten socialmente en la familia, la escuela, la universidad y el trabajo. Y son reforzados día a día, cuando se comentan y exaltan los “increíbles” y “espectaculares” actos de aquel “vivo” que obtuvo ventajas, prebendas y fortuna, burlando al Estado, a sus congéneres, a la ley y a la justicia. Se cataloga de estúpido o ingenuo al que actúa con honestidad y decencia. Pendejo es el que cumple con sus obligaciones y respeta las reglas.

Bobo o estúpido es aquel que deja un mensaje con su nombre y teléfono al dueño del carro que acaba de golpear en el parqueadero. Y es además degradado y aislado socialmente.

Pruebe usted pedirle al agente de tránsito que le aplique la correspondiente multa por la infracción cometida. Es probable que lo arresten, no por la infracción, sino por sospecha de consumo de drogas, al actuar por fuera de las prácticas cotidianas.

¿Podemos convivir en paz en una sociedad que actúa en forma positiva frente a los anti-valores? ¿La estafa, la coima, la explotación, la impunidad, la humillación, la hipocresía, la falsedad, la suspicacia y el engaño son acaso virtudes?

¿Cuánta culpa de esta nefasta carga cultural tendrá nuestro Sistema de Justicia, que consagró por siglos una perversa relación de amo – vasallo controlada por una “aristocracia de toga”, y que hasta hoy no entiende que su misión es proveer de un servicio público transparente, eficaz y eficiente, que evite la impunidad?

¿Por qué hoy, en pleno siglo XXI conservamos intactas instituciones jurídicas medievales como las “súplicas”,  los “rogatorios” y los “juramentos” que fomentan la asimetría y el vasallaje?

La corrupción es un cáncer que destruye la convivencia armónica y debemos eliminarlo. Empecemos por casa, expulsando de nuestro vocabulario los términos “Viveza Criolla”. Porque no son graciosos ni virtuosos. Son absolutamente reprochables. Contienen todos los anti-valores que necesitamos erradicar.

Además, -con ayuda de la poderosa información que nos provee el SRI y la Superintendencia de Compañías- podemos desnudar y aislar socialmente a todos aquellos “vivos criollos” que hoy lucen como soberbios “Mac Pato”; que pretenden darnos cátedra de emprendimiento, y que sin embargo no pueden justificar el origen lícito de su voluminoso patrimonio.

Leonardo Hernández Walker, MBA, MPA

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